Los indígenas creían
que había que ofrecer corazones y sangre a los “dioses” para que el universo
pudiera continuar con vida, pero Santa María de Guadalupe les enseña que no son
ni su sangre, ni sus corazones lo que sustenta a esos ídolos, sino que es su
Hijo, quien se entrega en la cruz en un verdadero sacrificio pleno y total,
sólo por amor; que es su Hijo amado, Jesucristo, el único y eterno sacrificio
que nos alimenta con su sangre, su corazón y su carne. Esto es la Eucaristía.
Ella es la mujer Eucarística, Tabernáculo Inmaculado donde está Jesús, el Amor.
Dios se entrega de una manera muy especial en la Eucaristía, sacramento central
de esta “casita sagrada”, de este templo.
María quería su “casita sagrada” en ese lugar
del Tepeyac, pero “en el llano del Tepeyac”, que de alguna manera significa la
“raíz” del cerro, es decir, en lo que para los indígenas era lo que estaba bien
sustentado, lo verdadero, lo perenne, lo que estaba bien fundamentado. Además,
el hecho de pedirlo “en el llano” también significaba la apertura universal y
así facilitar el encuentro con todo ser humano.
Como todo
Acontecimiento Salvífico, el Guadalupano, si bien se verifica en un momento histórico,
del 9 al 12 de diciembre de 1531, y en un lugar determinado: en el cerro del
Tepeyac; trasciende fronteras, culturas, pueblos, costumbres, etc.; llega hasta
lo más profundo de todo ser humano; además, toma en cuenta la participación
precisamente de este ser humano, concreto e histórico, con sus defectos y
virtudes, para que con su intervención fuera más allá de lo que la humana
naturaleza permitiría.
Una de las más claras manifestaciones de que
en realidad se trata de un Acontecimiento Salvífico es la conversión del
corazón, es el mover, en un verdadero arrepentimiento, al ser humano desde lo
más profundo de ese corazón, del alma, del espíritu y de la razón, como fruto
de este encuentro con Dios, quien siempre toma la iniciativa, haciendo realidad
una vida plena y total, dándole todo su sentido al amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo.
La Virgen de Guadalupe nos conduce siempre a
Él, a su Hijo Jesucristo, Ella es la “Estrella de la primera y de la nueva
evangelización” haciendo de nosotros una verdadera familia, preocupándonos y
ocupándonos los unos de los otros como verdaderos hermanos. Por ello, en la V
Conferencia del Episcopado Latino Americano y del Caribe, en Aparecida, Brasil,
los obispos afirmaron: “María, Madre de Jesucristo y de sus discípulos, ha
estado muy cerca de nosotros, nos ha acogido, ha cuidado nuestras personas y
trabajos, cobijándonos, como a Juan Diego y a nuestros pueblos, en el pliegue
de su manto, bajo su maternal protección. Le hemos pedido, como Madre, perfecta
discípula y pedagoga de la evangelización, que nos enseñe a ser hijos en su Hijo
y a hacer lo que Él nos diga (Jn 2, 5).”
Lo que tanto desea Ella es una “casita
sagrada”, un templo, familia de Dios, en cuyo centro está Jesucristo-Eucaristía.
La humilde sierva de Dios le pide a san Juan Diego que vaya ante el obispo para
que apruebe la edificación de esta “casita sagrada”. La Madre del Dueño del
cielo y de la tierra se somete a la aprobación del obispo de la Iglesia
instituida por su Hijo, su Amor-Persona, Jesús.
Por medio de Santa
María de Guadalupe, Jesucristo es quien purifica todo y les da la plenitud en
Él, el Hijo de Dios verdadero, Él, que es la respuesta de lo que tanto
anhelaban los indígenas y de todos los seres humanos de todos los tiempos;
presentándose como el Camino, la Verdad y la Vida, el máximo y pleno Sacrificio
en la cruz, en su muerte y en su Resurrección. Él es la verdadera Pascua
Florida, que tiene como lugar la “casita sagrada”. Jesús es le verdadero Templo que la Virgen de Guadalupe
tanto deseaba y que podemos ubicarlo, trascendentalmente, en lo más profundo de
nuestro corazón, en lo sagrado de la vida de todo ser humano, Templo del
Espíritu Santo.
El Santuario de Guadalupe es un lugar histórico, pero que se vuelve tierra
santa con la presencia de la Madre de Dios quien con su fiat, Dios se encarna y
habita en medio de nosotros; un lugar bendito, meta de tantas peregrinaciones y
tantos corazones y, al mismo tiempo, lugar de arranque para proclamar al mundo
entero la verdadera misericordia, como Ella dice: “Él, que es mi mirada misericordiosa”.
Un templo que nos lleva a edificar el templo del Espíritu Santo que late dentro
de nosotros.