Es Jesucristo el que viene en el Inmaculado vientre de su Madre, Santa María de Guadalupe, del 9 al 12 de diciembre de 1531. Exactamente en un tiempo importante, la Virgen Santísima les habló a los indígenas, no sólo en náhuatl, sino con aquel venerable aliento, venerable palabra, que toca el corazón, sí… la Madre de Dios en persona, se presenta ante el humilde Juan Diego y pide la edificación de una “casita sagrada”, que los indígenas, como Juan Diego, captaron, perfectamente, que lo que Ella pedía era una nueva civilización del Amor de Dios, y que en esa “casita sagrada”, Ella ofrecería a su Hijo, su Amor-Persona, como Ella lo llama. Una “casita sagrada” que es familia, que es templo, que es Iglesia.
A través del Espíritu Santo, Nuestra
Señora de Guadalupe quiere esta “casita sagrada”, y con ello, Ella quiere que
entendamos que somos familia, somos la única familia de Dios, y así llamar a
nuestro prójimo: “hermano”.
Somos esa comunidad del amor de Dios; y
es aquí donde brota el amor por el prójimo, y nos hace a todos capaces de
dignificar lo que somos: templos del Espíritu Santo. La Virgen de Guadalupe
elige a un indígena como su intercesor para este proyecto de salvación y, en
él, deposita toda su confianza, y le pide que vaya con el obispo para que
apruebe esta “casita sagrada” que tanto desea; no fue fácil, pero lo que más
angustió a Juan Diego era la próxima muerte de su tío anciano, Juan Bernardino.
Esta adversidad tan grande dio pie para manifestar la maternidad misericordiosa
y maravillosa de Santa María; es precisamente en este momento de agonía en
donde se hace realidad lo que ya le había confirmado: era su Madre.
La Virgen se lo vuelve a decir de una
forma tan vital y profunda que todavía se escucha a través de los tiempos y
espacios: “No tengas miedo ¿Acaso no
estoy yo aquí que tengo el honor y la dicha de ser tu Madre?” (Nican
Mopohua, v. 119), esta profunda afirmación, le hace recordar cuando Ella le
había ya dicho: “yo me honro en ser tu
madre compasiva, tuya y de todos los hombres que vivís juntos en esta tierra, y
también de todas las demás variadas estirpes de hombres; los que me amen, los
que me llamen, los que me busquen, los que confíen en mí. Porque ahí, en
verdad, escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus
diferentes penas, sus miserias, sus dolores».” (Nican Mopohua, vv. 29-32).
La venerable palabra, el venerable
aliento, de Santa María llegó hasta el corazón del indígena, y esto hace que se
ponga de pie, y se rehace con fe y esperanza y, al mismo tiempo, el mismo se confirma
en su dignidad de ser hijo de Dios e instrumento del amor divino.
Ahora, para el indígena, es un honor ser
parte de esta historia de salvación y le pide a su Madre la señal para llevarla
al obispo. Cuando el indígena le lleva al obispo la señal florida, bien cuidada
en su tilma, el humilde laico también es testigo, no sólo de cómo la Imagen de
la Virgen de Guadalupe se plasmó en ella, sino de cómo Ella tocó el corazón del
obispo y cómo se arrodilló y lloró lleno de emoción ante la verdad de Dios.
En ese momento el obispo hospedó en su
casa a Juan Diego, y esto significa que estamos en presencia de la familia
unida en el amor misericordioso de nuestra Madre, plasmada en la tilma y en
Ella, Jesucristo, en su Inmaculado vientre. Estamos ante la familia, “la casita
Ante Dios nuestro Padre todos somos sus hijos, ante Jesucristo todos somos sus
hermanos, ante el Espíritu Santo todos somos su templo. Somos esa única familia
de Dios.
Y Ella fue quien evangelizó y convirtió
al ser humano desde el corazón con su venerable aliento, venerable palabra: “¿Acaso no estoy yo aquí que tengo el honor
y la dicha de ser tu Madre?” Santa María de Guadalupe nos hace familia de
Dios.
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