Las
“semillas del Verbo” es una doctrina que hunde sus raíces en la época
patrística y que fue rescatada por el Concilio Vaticano II como una base, para
orientar las relaciones de la Iglesia Católica, con las diferentes culturas y
religiones del mundo. Y es que, desde el siglo II, con los aportes de los
Santos Padres: Justino, mártir, (100-162), San Ireneo de Lyon (130-202) y
Clemente de Alejandría (150-215) ya se había dado inicio a una teología sobre el
“Verbo de Dios” que abría las puertas al reconocimiento de los elementos de
bien y de verdad, presentes en todos los pueblos del mundo, aún en aquellos
ajenos a la tradición bíblica.
La imagen de las
“semillas”, utilizada por san Justino, es particularmente feliz pues logra expresar
la idea de la acción universal de Dios, quien ciertamente actúa aún más allá de
los límites visibles del cristianismo. Por un lado, la metáfora de las semillas
se inspira en la parábola de Jesús sobre la Palabra de Dios, que es esparcida
como semilla en el campo y que produce frutos según la forma en la cual es
recibida (Mt 13, 3-9). El término “Verbo” engloba, por otra parte, una gran
riqueza teológica
que nos llega del prólogo del evangelio de san Juan en el cual es usado para
nombrar a la segunda persona de la Santísima Trinidad. Allí se nos brinda una
orientación fundamental: el Verbo es, y lo ha sido desde siempre, “la luz verdadera
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9). San Justino aclara
que, si bien todos los hombres pueden llegar a discernir lo bueno y lo
verdadero, gracias a las semillas colocadas en ellos por el Verbo, este
conocimiento es algo parcial, y tan sólo el Verbo encarnado puede llevarlo a la
perfección. En la propuesta de San Justino se afirma la superioridad y la
plenitud del conocimiento de la verdad, que se nos otorga por la fe en Cristo.
Después del siglo II, la idea teológica
de las semillas del Verbo fue relegada por siglos, tanto que al momento del
encuentro inicial con los sacerdotes de la religión mexica, los primeros
evangelizadores franciscanos no dudaron de condenarles diciendo: “nunca ha venido
a vuestra noticia la doctrina y palabras del Señor del cielo y de la tierra, y
vivís como ciegos entenebrecidos, metidos en muy espesas tinieblas de gran
ignorancia, y hasta ahora alguna excusa han tenido vuestros errores”.
Es hasta la llegada
del Concilio Vaticano II que se vuelve a reconocer la
acción de Dios en todos los pueblos, aún antes de la predicación misionera: “El
evangelizador que llega a una tierra todavía no evangelizada, siembra la
semilla de la Palabra en unas almas que no están del todo ajenas a la Palabra
de Dios, sino que más bien han sido preparadas largamente por el Espíritu
Santo, pues aquellas almas recibieron desde su creación el Verbo Creador, esto es,
la semilla divina, que espera el rocío de un nuevo amanecer para que crezca y fructifique”.
fue la intervención
en el aula conciliar del Arzobispo auxiliar de Antioquía de los Melquitas
(Siria), Elías Zoghby. Dicha intervención tuvo buena acogida en el
colegio de cardenales y marcó la formulación del texto conciliar y así la
expresión “semillas del Verbo” fue incluida en el Decreto Ad Gentes en
dos ocasiones: “[Los fieles] descubran
con gozo y respeto las semillas del Verbo que se ocultan en ellas [las tradiciones
nacionales y religiosas] de los países de misión” (AG 11). “El Espíritu Santo,
que llama a todos los hombres a Cristo por las semillas del Verbo y por la
predicación del Evangelio...” (AG 15).
Santa María de Guadalupe,
con sus palabras y obras, adoptó una posición de apertura a los elementos de
bondad y verdad presentes en las culturas indígenas, siendo evidente su
cercanía al ideal propuesto por el Decreto Ad Gentes mientras se separa
de la práctica de los misioneros del siglo XVI para quienes «era poco menos que
imposible captar algo bueno en la esencia de esas creencias indígenas,
simplemente eran diabólicos ritos y sanguinarias celebraciones satánicas». Esto
es otro elemento más que nos ayuda a apreciar la grandeza y la autenticidad del
Acontecimiento Guadalupano
Santa
María de Guadalupe en sus apariciones en el Tepeyac se mostró auténticamente
cercana al indígena Juan Diego, su vidente; en un diálogo fecundo adoptó
elementos propios de la cultura de su interlocutor para identificarse como la
madre de Dios; esto -aunado a otros muchos detalles en la narración de las
apariciones- ha dado la pauta para afirmar que en el Acontecimiento Guadalupano
se reconocieron y purificaron las “semillas del Verbo” presentes en la cultura
de nuestros antepasados indígenas.
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